Gatos maullando,
sobre mi tejado, piden
acompañarlos.
Nunca tuve una crisis existencial y sentimental tan profunda, como cuando mis gatos se marcharon. El año pasado, llegó a mi vida Lucas, un gato de pelaje negro con grandes ojos azules. Desde los ocho años de edad no había sido ama de un gato, bueno, un gato no había sido mi amo. Lucas, se mostró al inicio huraño, pero con nuestros arrumacos, caricias y atenciones rápidamente se adaptó a mi núcleo familiar que lo conforman mis dos hijos y yo. La luna de miel duró cuatro meses. Bastó una noche de farra para que Lucas probara las mieles del bacanal gatuno y no regresó. Lo buscamos por todo el vecindario, pensando que en una ingenua salida un vehículo lo había dejado como calcomanía. De su existencia quedó un registro fotográfico que nostalgicamente, a veces, miramos.
Semanas después llegó Manet. Su traslado fue traumático. Rompió la caja de cartón donde viajaría, así que tuvimos que llevarlo en una pequeña hielera con unos huecos para que respirara. Cuando llegué a mi casa y apenas abrí la compuerta, fue como si dejara escapar al monstruo de Tazmania, aruñaba, mordía y se escondía en los lugares más inesperados, detrás de la refrigeradora, en el asador de la cocina. Una tarde que regresé de una reunión de trabajo, encontré a Manet travestido, con gorro y traje de muñeca que mi hija menor le había puesto. Manet me lanzó una mirada de ¡Auxilio! sin embargo, de alguna forma disfrutaba de esa tarde de café entre barbies y osos de peluche.
Manet fue dejando su lado salvaje, sus aruños se convirtieron en roroneos apacibles y sonoros. Miraba televisión en mi cama y me acompañaba largas noches de insomnio mientras concluía la edición de un texto con un deadline apremiante. Igual que Lucas, cuando sus instintos felinos de apareamiento asomaron a sus extraños ojos grises, se fugó a competir con una manada de gatos por los placeres de una gata en celo. La historia se volvió a repetir hace unas semanas con Chelito, mi gato rubio quien compartió más tiempo en la vida familiar.
Recientemente me preguntó una buena amiga, también amante de gatos, cómo estaba el Chelito. Respondí con ironía: Los gatos son igual a los hombres: Los llevas a tu casa, les das de comer, les brindas cariño, seguridad, confianza, se tornan los seres más tiernos del planeta y el amor fluye. Pero, cuando aparece una gata chiruza que les mueve la cola ellos salen despavoridos detrás de ella, diciendo adiós a la vida casera.
Reímos por la paradoja, por tanto ella me recomendó: Tenés que castrarlos para que no se vayan de la casa. Esto me pareció más fuerte que la aseveración que hice. Me recordó el libro de Esther Vilar, el Varón Domado, donde se desmitifica que las mujeres no tengamos también una buena dosis de participación en estos juegos de roles de la perseguidora y perseguido. De quienes buscan la conquista constante y quienes se castran haciendo vida en pareja.
Después de tres largas relaciones sentimentales con hombres y tres breves con gatos, concluyo que definitivamente algo no funciona bien en mis vínculos amorosos. Tal vez doy exceso de amor, al mejor estilo de Elvira de los Tiny Toons, o solo les alimento el ego y no fortalezco relaciones transversales, quizá sea necesario que deje de ser una gata casera y soltar a la felina amaestrada que escondo bajo las gafas de una escritora incipiente.
Sin embargo, en cada despedida o fuga me invade el vacío, la nostalgia, la rabia, la impotencia, la culpa, opacando mi vida y mi tranquilidad por un tiempo. Sobre todo que aumentan mis dudas e inseguridades al establecer una nueva relación, abrirme a compartir mis sentimientos y evitar ese dolor que producen las rupturas.
Pero mi crisis existencial no se resume a hombres y gatos, mi mayor crisis en este momento es no saber como superarlo, si buscar ayuda acudiendo a terapia psicológica o ir a un veterinario.
Espero que el ardor veraniego no calcine los pies de la gata.... Me apunto a lo maniático de la limpieza, el orden de las cosas simples y por supuesto al desenfrenado caos amoroso cuando toque. Sobre el orgullo y la terquedad podemos conversar sin discutir demasiado, ensimismamiento y meditabundez van a la par de la condición poética...en cuanto a la imperfección y el despiste solo te hacen más humana y asequible. Abrazos. (H. Avilés)
ResponderEliminaresta gata cuando maulla, remueve sensaciones y emociones inexistentes!!!!!!!
ResponderEliminarEs terapéutico escribir. Seguí adelante!! Deja a un lado a los gatos y humanos y veras como al centrarte en vos misma vas a fortalecerte por dentro y fuera.
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